jueves, 16 de abril de 2015

Lemitri Soyí, Cuento Original de Cony Pedraza desde Querétaro, México


En las cuevas de la voluntad inconsciente 
hay hilos de luz invisibles 
que bordan el carácter 
a través del espíritu. 

Tinaja Trincheras se esconde del sol en el desierto Encinas y tarda uno para encontrarlo. La brecha para llegar es una serpiente flaca que se escurre entre varas de ocotillo y piedra. Su extensión abarca un puñado de chozas que florecen entre picachos salvajes. 

Vivir entre seris por tres semanas fue sorber un trago del mundo hecho de rayos calientes y aullido de lobo, mezclado con fuego extraído del ocaso. Cuando mi hermano el biólogo se alejaba del campamento a recoger sus muestras de palo fierro y choyas para su laboratorio en la capital, yo metía las narices de la Kodak en las costumbres de los nativos. 



El último día de nuestra estancia, me sentí un experto del lugar y decidí salir a los alrededores con jasan rojo, la cámara colgada del cuello y el lucero de la mañana como testigo para capturar imágenes del nacimiento del astro, antes de que su peregrinar lo fastidiara hasta enfurecerlo y me hiciera esconderme también. 



–No arriesgue muchacho. Lo desconocido tiene trampas que sus ojos no ven. Mejor guarde los recuerdos en su cabeza y no en papel de colores –me dijo el jefe de los pobladores cuando monté el caballo, dejando por un momento las brasas que prendía para su rito mañanero. 



Asentí con la cabeza pero lo ignoré. Cabalgué un rato hasta que di con unos fuertes mezquites que se agarraban como chiquillos de las faldas de una ladera, amarré el lazo de mi acompañante e inicié la sesión con el sol saludándome la frente. Desde ahí veía la columna de humo que salía de la lumbre que atizaba el anciano. 



Mi ropa se inundó de sudor; me quité la playera. Tenía dos negativos más, pensé usarlos con un gallardo sahuaro que mudaba su sombra, pero el amodorramiento me lo impidió. Recogí el equipo, subí al lomo de jasan y enfilé las riendas de regreso a la aldea. 



El trote era un vaivén de gritos en un pozo profundo y la fumarola se veía siempre igual, a lo lejos. El esqueleto filoso del animal magulló mis posaderas y el vigor del dios celeste penetró por un agujero que tenía el sombrero hasta calcinarme la nuca. Empiné la cantimplora con ansia de humedad y solo cayó aire. El arenal dormido se levantó con nuestra presencia y llenó mis ojos con molienda de tierra seca. Comencé a transpirar inanición, el torso dejó de obedecerme, se arqueó sobre el lomo del potro. Mis brazos no soportaron más su propio peso, cayeron como dos hilachos al viento. Me invadió un silencio caliente. 



Recuerdo entre sueños el alboroto de un río escandaloso, las palabras soyí, soyí, lemitri soyí y a ella. Ella me regresó al caserío ¡lo sé!, con la certeza del inconsciente no la de los sentidos, cuando la noche suplió al día que yo inicié tan seguro. 



Me dijeron que me encontró, aún sin conocimiento, uno de los chiquillos en la orilla del corral, mientras mi hermano desesperado buscaba mi cadáver con los hombres del lugar con la esperanza de que los zorros durmieran un rato más. 



La siguiente tarde, casi recuperado por completo, fuimos guiados de regreso por el camino serpenteante dejando atrás el sueño. 

Su forma se adhirió a mis pensamientos profundos: era joven. Una cascada del matiz de la noche nacía en su cabeza, con labios de granada y una mirada fresca parecida al follaje en retoño; le puse Nayú. 

En ese tiempo yo estaba por decidir una carrera. Las matemáticas me parecían fáciles pero no tanto como el arte. Me hice el pintor que soy gracias a esa travesía y Nayú viaja siempre conmigo en lienzos por el mundo. 


Axe´ta, dirigente de la tribu, me dijo cuando volví en mí: “muchacho, llevas el colmillo más afilado. ¡Te salvó el gran espíritu de la hija del desierto!”


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