Es uno de los ejemplos de pedagogía y de psicología social más potentes e inolvidables que existen. Lo hizo Jane Elliot, una profesora de Iowa, Estados Unidos, al día siguiente de la muerte de Marthin Luther King en 1968.
Dividió a sus alumnos de tercero básico entre los que tenían ojos cafés y los que tenían ojos azules:
El primer día, los de ojos azules fueron el grupo con más derechos, es decir, podían salir a recreo, repetirse la comida y escuchaban de su maestra que eran superiores y más inteligentes.
Los de ojos cafés, en cambio, eran tratados como más lentos, más torpes, menos inteligentes y no podían disfrutar de ningún privilegio. Para que la categorización fuera más evidente, los de ojos cafés debían llevar un pañuelo en el cuello. Así eran fácilmente identificados.
No pasó mucho rato hasta que empezaron las discusiones y peleas entre ambos grupos. Amigos inseparables desde muy pequeños, ahora se transformaban en rivales porque los habían catalogado como diferentes.
El segundo día los papeles se invirtieron. Los de ojos cafés eran los superiores, los de ojos azules debían usar el pañuelo, y ahora los privilegios eran del bando que antes había sido discriminado. De inmediato, los resultados académicos mejoraron: los de ojos cafés hicieron las tareas mucho más rápido que el día anterior y que los de ojos azules.
Simple y claro: cada grupo adoptó de manera rotunda el rol de dominante y subordinado según correspondiera.
Cuando terminó el ejercicio, la profesora –qué duda cabe, una extraordinaria mujer- les explicó que era eso, un ejercicio, cuyo objetivo era que comprendieran cómo se comporta la gente racista. Les dijo que así como era ridículo discriminar por el color de los ojos, lo mismo sucedía cuando se asumían prejuicios sociales sobre la base del color de la piel.
Quince años después, los ex alumnos se reencontraron con Jane Elliot en su colegio de Iowa, vieron imágenes del ejercicio, y ellos, todos ellos contaron cómo el “experimento” pedagógico del que formaron parte les cambió su forma de entender la discriminación y les ayudó de manera fundamental en la vida.
Esto quedó registrado en el documental “A class divided” de William Peters (1985).
Algunos de ustedes estarán pensando que se trata de una dinámica controvertida. Sin duda. Tal como dice la propia Jane Elliot, se debe manejar los conocimientos necesarios para hacerlo.
Pero imaginen el país que tendríamos si gente capacitada en pedagogía y psicología hiciera entender a nuestros hijos la discriminación que sienten en Chile los mapuches, los homosexuales, los inmigrantes de piel morena o los transexuales. A mí sí me gustaría que a mis hijos los discriminaran durante un día, en un ejercicio bien planificado y con guías ultra responsables, para que vivieran en carne propia el sabor del racismo, la xenofobia y el clasismo.
Estoy seguro de que les quedaría una marca, un recuerdo que se activaría de manera inconsciente y que les impediría hacerle a otros eso que ellos ya sintieron. Pero mientras espero que aparezca una Jane Elliot por estos lados, hay varias cosas en las que se puede avanzar.
De partida, no permitir que en nuestra casa se cuenten chistes discriminatorios: nada peor que un padre riéndose de ese tipo de humor delante de sus hijos. Y en la misma línea, no dar el mínimo espacio para que en nuestra familia se hable en forma peyorativa de otros pueblos, etnias o comunidades de otra condición sexual. Ojo también con los diminutivos, pues muchas veces son discriminación disfrazada de eufemismo.
Si tiene la suerte de contar la ayuda de una nana, que además vive con usted, preocúpese de que su pieza sea tan temperada, luminosa y bien terminada como el resto de la casa. Hay casos, y no son pocos, que dan vergüenza. Aprenda a hablar de las personas con discapacidades como a ellos les gusta que se diga, no como usted cree que se dice. Hay un manual al respecto, pero eso será materia de otra columna.
Si tiene la suerte de contar la ayuda de una nana, que además vive con usted, preocúpese de que su pieza sea tan temperada, luminosa y bien terminada como el resto de la casa. Hay casos, y no son pocos, que dan vergüenza. Aprenda a hablar de las personas con discapacidades como a ellos les gusta que se diga, no como usted cree que se dice. Hay un manual al respecto, pero eso será materia de otra columna.
En fin: póngase en el lugar del otro. La única forma de terminar con la discriminación es que el otro sea yo y yo sea el otro. En esto, las medias tintas no sirven para nada.
Fuente:
http://blog.latercera.com/blog/rguendelman/entry/discriminemos_a_nuestros_hijos_para#comments
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